El teniente Edmond Dufort y el bandolero Falcone (Protagonistas de "Alma Bandolera")
nos presentan a Juani Hernández
Aquella mañana
de noviembre, la usual sinfonía del bosque se vio interrumpida por los cascos
de su caballo al pisar la hojarasca del camino. El joven lo guiaba a marcha
tranquila, sabiendo que llegaba a tiempo a aquella insólita cita, pero a la que
no habría querido faltar.
Delante de él,
se abría un claro entre la frondosa arboleda y supo que no era el primero en
llegar al escuchar el relincho de otro corcel. Instantes después divisó al otro
asistente a esa extraña reunión, a lomos de su caballo y con postura erguida,
firme. Aquel hombre lo estudió conforme se acercaba a él, con rictus severo y
mirada reprobatoria, aunque no le importunó su escrutinio. De hecho, lo
esperaba. Detuvo su caballo delante de él, quedando ambos jóvenes frente a
frente.
―Teniente Dufort
―lo saludó con sonrisa petulante.
―Falcone
―respondió, alzando la barbilla y tensando la mandíbula a causa de una visible
incomodidad―. No estoy acostumbrado a dirigirme a alguien con un sobrenombre.
―Podré
soportarlo ―se jactó el enmascarado―. Imagino que comprenderéis que mantener
oculta mi identidad es mi mayor garantía. Además, no estamos aquí por mí.
―Cierto
―admitió, apretando los labios en una línea.
Entonces, el
bandolero lanzó un largo suspiro mientras miraba a su alrededor, en un gesto
que rozaba lo histriónico.
―¿No estáis
nervioso, teniente? ―le preguntó, con una sonrisa torcida.
―No
especialmente ―alegó categórico.
―Hoy se da a
conocer nuestra historia ―le recordó aunque no fuera necesario.
―¿Y teméis no
encandilar a las damas con vuestros encantos? ―se burló el oficial. El Falcone
no pudo contener una carcajada.
―No os quitéis
méritos ―se mofó―. Vuestra rectitud y sentido del honor atraerá a más de una mujer.
Aunque no es mi éxito entre el sexo femenino lo que me preocupa.
―¿Quién lo
diría, Falcone? ―Edmond se hizo el sorprendido.
―¿A que no os lo
esperabais? ―ironizó, divertido con la situación, aunque su semblante se tornó
grave de pronto―. Sé que mi causa carece de honorabilidad para alguien como
vos, pero confío en que sí haya quien comprenda lo que me mueve a ocultarme
tras esta máscara.
―Lo habrá, estoy
seguro ―admitió―, mademoiselle
Hernández os dejará en buena posición ―añadió, sarcástico.
―¿Insinuáis que
mentirá? ―inquirió, contrariado.
―En absoluto
―negó con rapidez―. Quienes decidan conocer vuestra historia, serán capaces de
ponerse en vuestra piel, pero del mismo modo comprenderán que no tengo más
opción que cumplir con mi deber.
―Las dos caras
de una misma moneda ―caviló el bandido.
―O cara o cruz
―asintió el oficial francés.
―Sin embargo,
una de las cualidades que alaban en questa
signorina es mostrar el interior de sus personajes, sus conflictos, sus
demonios ―objetó El Falcone con sonrisa engreída―. No va a ser tan fácil
elegir.
―¿Os divierte?
―demandó, desdeñoso.
―No está
dirigido a ninguno de los dos dicho divertimento ―alegó con suficiencia―, pero
estoy seguro de que lo disfrutarán.
―Suelen hacerlo
―añadió el militar.
―Por supuesto
―exclamó el bandolero―. Sus novelas encandilan a las lectoras, logra que
revivan la historia transmitiéndoles nuestros sentimientos de modo impecable,
arrancando lágrimas y suspiros…
―Mademoiselle no
hablaría en tales términos de sí misma ―objetó Edmond, disgustado,
interrumpiendo su apasionado discurso.
―Lo sé ―le
concedió el bandido, haciendo un mohín―. Pero, si no la ensalzamos nosotros, ¿quién
lo hará?
El oficial
resopló, al tener que darle la razón.
―En cualquier
caso, sus obras son del agrado de quien las lee ―concluyó el francés de un modo
más prudente.
―¿Es que acaso
las conocéis, teniente? ―El Falcone arqueó las cejas en un gesto de
incredulidad.
―La serie
Extrarradio, la saga de Los Lagos, bajo la luz de tus ojos y proyecto: tu amor
―enumeró Dufort, de memoria.
―No salgo de mi
asombro ―canturreó el bandido―. Me apuesto mi identidad a que vuestra favorita
es la tetralogía de Los Lagos, con sus luchas a espada, estrategias…
invasiones… ―añadió mordaz―. Lo que me recuerda el motivo por el que estáis
aquí.
―Me alegra que
no lo hayáis olvidado, Falcone ―replicó, severo.
―Tenía la esperanza
de que vuestra estancia en Italia fuera corta ―se mofó, sin importarle el
desafío de su mirada.
―No estoy de
visita o en tiempo de asueto ―le aclaró―. Vengo a que le rindáis cuentas a la
justicia, tanto vos como la Albanella ―añadió incisivo, y el bandolero se
envaró al escuchar que la nombraba con tanto desprecio―. Me importa muy poco
que sea una mujer. No va a temblarme el pulso a la hora de hacerle pagar
―agregó, con semblante frío, endurecido por el sentido del deber.
―Para eso,
tendréis que capturarla primero ―siseó el Falcone, apretando las manos
alrededor de las riendas de su caballo.
―Hoy mismo se
sabrá cuál es vuestro destino ―masculló el teniente.
―El nuestro,
Dufort ―puntualizó señalándolo, con una mirada de advertencia en sus ojos
cobalto―. No seréis el mismo cuando os marchéis de Turín.
―Eso lo veremos
―farfulló, molesto.
―Sí, y hasta
entonces…
El bandido se
tocó ligeramente el pañuelo con el que cubría parte de su rostro en gesto de
despedida. Acto seguido, tiró de las riendas e hizo girar a su caballo para
emprender el camino de regreso, atravesando aquel bosque que sería testigo de
una historia llena de pasiones e intrigas y que marcaría la vida de sus
protagonistas para siempre.
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