lunes, 20 de noviembre de 2017

En 3 días sale a la venta Alma Bandolera de Juani Hernández



A falta de 3 días y para empezar bien el lunes, os dejo con el primer capítulo de Alma Bandolera. Doy las gracias a Juani Hernández por dejarme compartirla con vosotros. Aquí tenéis para ir abriendo boca.

CAPÍTULO 1

París, 14 de julio de 1789

Los tiempos convulsos en los que estaba sumida la ciudad se respiraban en el ambiente.
Pese a no ser prudente y a las indicaciones de Velmont, su fiel mayordomo, Jacqueline abandonó su casa cerca de la plaza Vendôme junto a sus dos hijos. Alain contaba con dieciocho años y Céline acababa de cumplir trece, por lo que ya empezaban a comprender ciertos devenires de la vida. Además, no quería que permanecieran en casa y expuestos al peligro… Sin caer en la cuenta de que el peor estaba fuera.
Tuvieron dificultades para tomar un carruaje, pues antes de llegar se vieron arrastrados por la muchedumbre; hombres, mujeres y niños, armados con cuchillos, palas y lo que tenían a mano, marchaban a pleno grito hacia el este de la ciudad.
―A la plaza Grève ―le indicó al cochero en cuanto hubieron subido, sintiéndose a salvo.
Sin embargo, el gentío apenas les permitía avanzar sin que los caballos atropellasen a alguien. Alain comenzó a mirar por la ventanilla, como si así pudiera averiguar lo que sucedía. Céline, en cambio, se abrazó a su madre.
―Tranquila, mi cielo ―le susurró, besándole el cabello.
Jacqueline le hizo una seña a su hijo para que se retirara. Él obedeció con reticencia, y ella suspiró, echando un último vistazo al exterior. Que el pueblo se alzara era cuestión de tiempo. El aumento de impuestos seguía recayendo sobre el pueblo llano y la burguesía, mientras aumentaba en igual proporción el despilfarro por parte de la Corte. Y para caldear aún más el ambiente, el rey, Luis XVI, había destituido de su cargo a su ministro de finanzas, Necker, quien se inclinaba por la causa popular y cuya pretensión era la de sanear las cuentas del reino.
Todavía recordaba cómo desde uno de sus balcones había podido contemplar, solo un par de días antes, a una multitud que blandía bustos de Necker y se enfrentaba con una arcaica lluvia de piedras a un destacamento de caballería que estaba allí apostado.
La gente pasaba hambre, el trigo y el pan jamás habían alcanzado un precio tan alto, y la muchedumbre había tomado justo el día anterior el convento de Saint-Lazare al circular el rumor de que allí se almacenaba el trigo.
Se acercaban tiempos difíciles… Eso le había dicho su hermano Jacques una y otra vez en las últimas semanas. Como preboste de París, estaba a cargo del Ayuntamiento, y cada día le resultaba más complicado ejercer su trabajo.
Era comprensible entonces que los acreedores cayeran sobre sus deudores como aves de presa, tratando de recuperar cuanto antes sus inversiones. Y a ella se le acababa el plazo esa misma tarde, a las siete; apenas restaban dos horas. Tal vez, en otras circunstancias habría podido solicitar o incluso rogar un aplazamiento, pero ahora era más que improbable por no decir imposible, por lo que decidió jugar la última carta que le quedaba en la mano: pedirle ayuda a su hermano.
Desde que Jacqueline enviudara seis años atrás, velaba por ella, se había convertido en su protector, y sus hijos lo veían como al padre del que apenas pudieron disfrutar. No obstante, Jacques no alcanzaba a imaginar la desorbitada deuda que le dejó su difunto esposo como herencia; haber sido asesor del Parlamento no lo libró de sus vicios. Nunca se lo había dicho a Jacques, y sabía que era difícil que se enterara por rumores maliciosos, pues tales chismes no solían ser el tema de conversación en los clubes de naipes que él frecuentaba, sin olvidar que el honor de una dama decente estaba en juego. Al fin y al cabo, no era ella la fuente de tal derroche, así que trató de solventar la situación como buenamente pudo. Pero la escasez y las estrecheces que asolaban al burgo provocaban que los prestamistas aumentaran los intereses, y la deuda parecía incrementarse y no al contrario, como cabría esperar. Y Jacqueline había llegado al límite de sus posibilidades y sus fuerzas.
Madame, esto es una locura ―dijo de pronto el cochero desde el pescante―. Jamás llegaremos al ayuntamiento.
―¿Por qué? ―inquirió ella, inquieta.
―Porque esta gente va en esa misma dirección ―le informó―. ¿No escucháis sus gritos? Acaban de tomar la Bastilla.
La mujer palideció, sintiendo que un sudor frío se le pegaba a la piel. Céline miraba a su madre con expectación e incertidumbre, pero Alain la observaba con rictus tenso, pues a su edad ya comprendía lo que aquello significaba, aunque tratase de no mostrarlo para no preocupar aún más a las dos mujeres.
―Deberíamos tratar de llegar a pie, madre ―le propuso el joven, y ella asintió, sacudiendo la cabeza con nerviosismo.
―Parad, por favor ―le pidió al hombre.
Sacó una moneda de su bolsa de mano y con ella le pagó, a pesar de no haber arribado a su destino, y se unieron a aquella marabunta que recorría la Rue Saint-Antoine en dirección a la Bastilla. Alain iba delante, abriéndose paso, mientras que ellas dos caminaban abrazadas tras él. El ominoso sonido de los gritos producto de la exaltación caía sobre ellos, amenazante y aterrador, y Jacqueline pidió perdón a Dios por su temeridad al haber conducido a sus hijos al mismísimo infierno.
Apenas se abría la calle en las proximidades de la plaza cuando vieron que la guardia francesa escoltaba a centenares de hombres que provenían de la Bastilla y que se acercaban a ellos en sentido contrario. El grito de Céline contra su pecho heló la sangre de la mujer, al tiempo que su hijo se unía también a ellas, estupefacto ante la visión que tenían frente a ellos. Uno de aquellos soldados encabezaba la marcha, que también se dirigía al ayuntamiento, portando en alto, clavada en una pica, la cabeza del Marqués de Launay, el alcaide de la Bastilla.
De pronto, la gente comenzó a aglutinarse alrededor de la puerta del ayuntamiento, que en ese instante se abrió de par en par. Ellos apenas eran capaces de sostenerse en pie, pues los empujaban, los arrastraban, los vapuleaban de aquí para allá al querer estar en primera fila, con sus armas improvisadas en ristre. De hecho, uno de aquellos exaltados se agitó en demasía al percibirse movimiento en la puerta del edificio del ayuntamiento, y el filo del cuchillo de carnicero que portaba en su mano se deslizó por el rostro de Alain, haciéndole un corte en la mejilla.
―¡Hijo! ―se alarmó Jacqueline al ver la abundante sangre que se escurría entre sus dedos cuando trató de taparse la herida con la mano.
―Solo es un rasguño ―quiso asegurarle a su madre mientras esta sacaba un pañuelo de su bolsa, aunque no le permitieron dárselo.
La muchedumbre volvió a exaltarse, con más violencia que la vez anterior, y el centro de su atención estaba fijo en aquella puerta de la que comenzaba a salir gente.
Su hermano, Jacques Flesselles, el mismísimo preboste de París, estaba siendo conducido a empujones hacia el exterior, bajo arresto, por un comité de insurrectos.
―¡Traidor! ―se escuchó desde el gentío, que alzaba escarapelas que lucían los colores rojo, blanco y azul, y el resto de los presentes comenzó a abuchearlo, incluso a lanzarle hortalizas y escupirlo en la cara, bajo la aterrada mirada de su hermana.
Oyó en la lejanía entre el vocerío y los insultos que lo llevarían al Palacio Real, a juzgarlo. No obstante, Jacques no alcanzó a descender la escalinata del ayuntamiento. Un disparo venido de alguna mano entre ese millar de manifestantes impactó en el pecho de su hermano, que cayó fulminado contra el suelo. Y los tres tuvieron que presenciar cómo los que estaban más cerca de él, entre gritos frenéticos y propios de mentes deshumanizadas, se cernían sobre su cuerpo y le aserraban la cabeza para clavarla en otra pica.
Alain vomitó a su lado y Céline gimió la palabra mamá contra su pecho, sumida en un llanto convulso y desquiciado. Alguien que pasó a su lado la golpeó en el hombro, haciéndola reaccionar. Con su hija aún abrazada a ella, agarró el brazo de Alain y tiró de él para correr en dirección contraria a aquella hueste enloquecida, hambrienta a la vez que sedienta de sangre, que exhibía los dos bustos mutilados en marcha triunfal. Solo cuando consiguieron llegar a una calle secundaria y solitaria se permitió vomitar aquella bola de náuseas y pavor que retenía en su garganta. Apoyando las manos y la frente contra el muro, gritó, por la barbarie de la que habían sido testigos, por la injusta muerte de su hermano y por la tragedia en la que se había convertido su vida.
Llorando toda la desesperación que contenía en su alma con lágrimas de desesperanza recorriendo su rostro, miró a sus dos hijos. Estaban aterrados y tenían los ojos clavados en ella, su única salvación, cuando en realidad ella estaba tan perdida como ellos. Céline estaba pálida, con la respiración agitada, al borde del colapso nervioso, e hipaba entre sollozos. Alain tenía la cara y la camisa ensangrentadas por aquel corte que sí era mucho más que un rasguño, mientras reprimía las lágrimas como el hombre que era. Y ella clavó la vista en ellos, tratando de que aquella devastadora imagen le otorgase esa chispa de lucidez que brilla en la tormenta y le diera una salida.
Una cosa era clara. Aquello no era una simple reyerta, una pataleta del pueblo a causa de la angustia, no. Era una revolución, el fin de un antiguo régimen decadente y opresor del que ella, por suerte o por desgracia, formaba parte. Por sus venas corría la sangre de los Flesselles, por matrimonio era una Blair de Boisemont, y ambos apellidos habían estado durante generaciones al servicio de un reino que se desmoronaba y ahora le arrebataban cualquier oportunidad de sobrevivir a la hecatombe que se avecinaba. No, no había nada allí para ella o sus hijos…
―Debemos irnos ―dijo de pronto.
―¿A… casa…? ―preguntó Alain, sin apenas poder pronunciar palabra.
Jacqueline negó con la cabeza, pero no dijo nada más. Los agarró a ambos de la mano y los condujo por callejuelas hasta el que aún era su hogar, aunque por poco tiempo.
Velmont se alarmó profundamente al verlos llegar de esa guisa, pero Jacqueline no pronunció palabra alguna. Se limitó a ordenarle a una sirvienta que ayudase a Céline a hacer su maleta y después pidió a su mayordomo que la acompañara mientras curaba la herida de Alain. Mientras tanto le narró todo lo sucedido.
―Apenas puedo creer semejante abominación ―gimió el mayordomo, quien, a pesar de ya peinar canas, jamás había vivido una atrocidad de tal calibre.
―Yo tampoco, Velmont, pero no puedo perder ni un segundo en lamentaciones ―admitió ella, sacando de su interior una fortaleza que no creía poseer.
Madame, ¿qué…?
―Nos marchamos ―le aclaró―. Por favor, hijo, prepara tus cosas. Solo lo indispensable ―le rogó, y un aturdido Alain asintió, sin bríos para rechistar siquiera, como habría hecho un día cualquiera.
―¿De París? ―preguntó entonces el mayordomo.
―De Francia ―sentenció la mujer, dirigiéndose un instante después hacia su recámara―. Nos vamos a Italia ―añadió para que no quedase lugar a dudas―. Bien sabes que mantengo correspondencia con la que fue mi tutora en el colegio de señoritas, madame Agnès Delacroix. Cuando consideró que su labor en la enseñanza había dado a su fin, se marchó a un pueblecito cercano a Turín, a la finca de su hermana y su cuñado, el conde Roberto Ranieri, creo recordar.
―Lo sé, madame, pero… los acreedores… ―comenzó a decir con cautela, haciéndole un suave gesto para que se apartara con la intención de seguir ordenando él su maleta.
―Esta casa será un justo pago para saldar toda la deuda ―decidió mientras rebuscaba en un pequeño cofre situado encima de su cómoda. Sacó todas las joyas y las metió en su bolsa de mano, a excepción de una gargantilla de esmeraldas que le alargó al mayordomo―. Gracias por tu fidelidad de todos estos años ―murmuró con voz temblorosa. Toda ella temblaba, pero su mano seguía firme, ofreciéndole aquella alhaja a Velmont como pago por su servicio.
―No, madame ―negó él, categórico.
―Debes aceptarlo ―lo reprendió ella―. Necesitas encontrar un nuevo hogar y mientras tanto…
―Os confundís, madame, yo ya tengo mi hogar ―recitó en tono críptico, desconcertándola―. Mi hogar está junto a vos y vuestros hijos ―añadió el anciano―. Os aprecio hasta el punto de consideraros mi familia ―se atrevió a decir, aunque pudiera reprenderlo por su osadía. Sin embargo, Jacqueline sonrió halagada y con alivio―. Sois como mi hija y ellos como mis nietos ―alegó más tranquilo al apreciar su reacción―. No me apartéis del único cariño que he conocido en toda mi vida. Permitidme viajar con vos ―susurró.
―Partimos en diez minutos ―le dijo ella.
―Estaré listo en cinco, y yo mismo despacharé al servicio ―aseveró el mayordomo. Luego, cabeceó como gesto de respeto, aunque su mirada brillante reflejaba toda la emoción contenida, y se marchó.

Faltaban cinco minutos para las siete cuando Jacqueline cruzó de nuevo la plaza Vendôme, acompañada de Velmont y sus dos hijos. Mientras se alejaba, giró la cabeza solo una vez, la última que contemplaría aquella casa, esa plaza y esa ciudad que la había visto crecer, pero a la que jamás podría volver.

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