A falta de 3 días y para empezar bien el lunes, os dejo con el primer capítulo de Alma Bandolera. Doy las gracias a Juani Hernández por dejarme compartirla con vosotros. Aquí tenéis para ir abriendo boca.
CAPÍTULO 1
París,
14 de julio de 1789
Los tiempos convulsos en los
que estaba sumida la ciudad se respiraban en el ambiente.
Pese a no ser prudente y a las indicaciones de
Velmont, su fiel mayordomo, Jacqueline abandonó su casa cerca de la plaza
Vendôme junto a sus dos hijos. Alain contaba con dieciocho años y Céline
acababa de cumplir trece, por lo que ya empezaban a comprender ciertos devenires
de la vida. Además, no quería que permanecieran en casa y expuestos al peligro…
Sin caer en la cuenta de que el peor estaba fuera.
Tuvieron dificultades para tomar un carruaje, pues
antes de llegar se vieron arrastrados por la muchedumbre; hombres, mujeres y
niños, armados con cuchillos, palas y lo que tenían a mano, marchaban a pleno
grito hacia el este de la ciudad.
―A la plaza Grève ―le indicó al cochero en cuanto
hubieron subido, sintiéndose a salvo.
Sin embargo, el gentío apenas les permitía avanzar sin
que los caballos atropellasen a alguien. Alain comenzó a mirar por la
ventanilla, como si así pudiera averiguar lo que sucedía. Céline, en cambio, se
abrazó a su madre.
―Tranquila, mi cielo ―le susurró, besándole el cabello.
Jacqueline le hizo una seña a su hijo para que se
retirara. Él obedeció con reticencia, y ella suspiró, echando un último vistazo
al exterior. Que el pueblo se alzara era cuestión de tiempo. El aumento de
impuestos seguía recayendo sobre el pueblo llano y la burguesía, mientras
aumentaba en igual proporción el despilfarro por parte de la Corte. Y para
caldear aún más el ambiente, el rey, Luis XVI, había destituido de su cargo a
su ministro de finanzas, Necker, quien se inclinaba por la causa popular y cuya
pretensión era la de sanear las cuentas del reino.
Todavía recordaba cómo desde uno de sus balcones había
podido contemplar, solo un par de días antes, a una multitud que blandía bustos
de Necker y se enfrentaba con una arcaica lluvia de piedras a un destacamento
de caballería que estaba allí apostado.
La gente pasaba hambre, el trigo y el pan jamás habían
alcanzado un precio tan alto, y la muchedumbre había tomado justo el día
anterior el convento de Saint-Lazare al circular el rumor de que allí se
almacenaba el trigo.
Se acercaban tiempos difíciles… Eso le había dicho su
hermano Jacques una y otra vez en las últimas semanas. Como preboste de París,
estaba a cargo del Ayuntamiento, y cada día le resultaba más complicado ejercer
su trabajo.
Era comprensible entonces que los acreedores cayeran
sobre sus deudores como aves de presa, tratando de recuperar cuanto antes sus
inversiones. Y a ella se le acababa el plazo esa misma tarde, a las siete;
apenas restaban dos horas. Tal vez, en otras circunstancias habría podido solicitar
o incluso rogar un aplazamiento, pero ahora era más que improbable por no decir
imposible, por lo que decidió jugar la última carta que le quedaba en la mano:
pedirle ayuda a su hermano.
Desde que Jacqueline enviudara seis años atrás, velaba
por ella, se había convertido en su protector, y sus hijos lo veían como al
padre del que apenas pudieron disfrutar. No obstante, Jacques no alcanzaba a
imaginar la desorbitada deuda que le dejó su difunto esposo como herencia;
haber sido asesor del Parlamento no lo libró de sus vicios. Nunca se lo había
dicho a Jacques, y sabía que era difícil que se enterara por rumores maliciosos,
pues tales chismes no solían ser el tema de conversación en los clubes de naipes
que él frecuentaba, sin olvidar que el honor de una dama decente estaba en
juego. Al fin y al cabo, no era ella la fuente de tal derroche, así que trató
de solventar la situación como buenamente pudo. Pero la escasez y las
estrecheces que asolaban al burgo provocaban que los prestamistas aumentaran
los intereses, y la deuda parecía incrementarse y no al contrario, como cabría
esperar. Y Jacqueline había llegado al límite de sus posibilidades y sus
fuerzas.
―Madame,
esto es una locura ―dijo de pronto el cochero desde el pescante―. Jamás
llegaremos al ayuntamiento.
―¿Por qué? ―inquirió ella, inquieta.
―Porque esta gente va en esa misma dirección ―le
informó―. ¿No escucháis sus gritos? Acaban de tomar la Bastilla.
La mujer palideció, sintiendo que un sudor frío se le
pegaba a la piel. Céline miraba a su madre con expectación e incertidumbre,
pero Alain la observaba con rictus tenso, pues a su edad ya comprendía lo que
aquello significaba, aunque tratase de no mostrarlo para no preocupar aún más a
las dos mujeres.
―Deberíamos tratar de llegar a pie, madre ―le propuso
el joven, y ella asintió, sacudiendo la cabeza con nerviosismo.
―Parad, por favor ―le pidió al hombre.
Sacó una moneda de su bolsa de mano y con ella le pagó,
a pesar de no haber arribado a su destino, y se unieron a aquella marabunta que
recorría la Rue Saint-Antoine en dirección a la Bastilla. Alain iba delante,
abriéndose paso, mientras que ellas dos caminaban abrazadas tras él. El ominoso
sonido de los gritos producto de la exaltación caía sobre ellos, amenazante y
aterrador, y Jacqueline pidió perdón a Dios por su temeridad al haber conducido
a sus hijos al mismísimo infierno.
Apenas se abría la calle en las proximidades de la
plaza cuando vieron que la guardia francesa escoltaba a centenares de hombres que
provenían de la Bastilla y que se acercaban a ellos en sentido contrario. El
grito de Céline contra su pecho heló la sangre de la mujer, al tiempo que su
hijo se unía también a ellas, estupefacto ante la visión que tenían frente a
ellos. Uno de aquellos soldados encabezaba la marcha, que también se dirigía al
ayuntamiento, portando en alto, clavada en una pica, la cabeza del Marqués de
Launay, el alcaide de la Bastilla.
De pronto, la gente comenzó a aglutinarse alrededor de
la puerta del ayuntamiento, que en ese instante se abrió de par en par. Ellos
apenas eran capaces de sostenerse en pie, pues los empujaban, los arrastraban,
los vapuleaban de aquí para allá al querer estar en primera fila, con sus armas
improvisadas en ristre. De hecho, uno de aquellos exaltados se agitó en demasía
al percibirse movimiento en la puerta del edificio del ayuntamiento, y el filo
del cuchillo de carnicero que portaba en su mano se deslizó por el rostro de
Alain, haciéndole un corte en la mejilla.
―¡Hijo! ―se alarmó Jacqueline al ver la abundante
sangre que se escurría entre sus dedos cuando trató de taparse la herida con la
mano.
―Solo es un rasguño ―quiso asegurarle a su madre
mientras esta sacaba un pañuelo de su bolsa, aunque no le permitieron dárselo.
La muchedumbre volvió a exaltarse, con más violencia
que la vez anterior, y el centro de su atención estaba fijo en aquella puerta
de la que comenzaba a salir gente.
Su hermano, Jacques Flesselles, el mismísimo preboste
de París, estaba siendo conducido a empujones hacia el exterior, bajo arresto,
por un comité de insurrectos.
―¡Traidor! ―se escuchó desde el gentío, que alzaba
escarapelas que lucían los colores rojo, blanco y azul, y el resto de los
presentes comenzó a abuchearlo, incluso a lanzarle hortalizas y escupirlo en la
cara, bajo la aterrada mirada de su hermana.
Oyó en la lejanía entre el vocerío y los insultos que
lo llevarían al Palacio Real, a juzgarlo. No obstante, Jacques no alcanzó a
descender la escalinata del ayuntamiento. Un disparo venido de alguna mano
entre ese millar de manifestantes impactó en el pecho de su hermano, que cayó
fulminado contra el suelo. Y los tres tuvieron que presenciar cómo los que
estaban más cerca de él, entre gritos frenéticos y propios de mentes
deshumanizadas, se cernían sobre su cuerpo y le aserraban la cabeza para
clavarla en otra pica.
Alain vomitó a su lado y Céline gimió la palabra mamá contra su pecho, sumida en un
llanto convulso y desquiciado. Alguien que pasó a su lado la golpeó en el
hombro, haciéndola reaccionar. Con su hija aún abrazada a ella, agarró el brazo
de Alain y tiró de él para correr en dirección contraria a aquella hueste
enloquecida, hambrienta a la vez que sedienta de sangre, que exhibía los dos
bustos mutilados en marcha triunfal. Solo cuando consiguieron llegar a una
calle secundaria y solitaria se permitió vomitar aquella bola de náuseas y
pavor que retenía en su garganta. Apoyando las manos y la frente contra el
muro, gritó, por la barbarie de la que habían sido testigos, por la injusta
muerte de su hermano y por la tragedia en la que se había convertido su vida.
Llorando toda la desesperación que contenía en su alma
con lágrimas de desesperanza recorriendo su rostro, miró a sus dos hijos. Estaban
aterrados y tenían los ojos clavados en ella, su única salvación, cuando en
realidad ella estaba tan perdida como ellos. Céline estaba pálida, con la
respiración agitada, al borde del colapso nervioso, e hipaba entre sollozos.
Alain tenía la cara y la camisa ensangrentadas por aquel corte que sí era mucho
más que un rasguño, mientras reprimía las lágrimas como el hombre que era. Y
ella clavó la vista en ellos, tratando de que aquella devastadora imagen le otorgase
esa chispa de lucidez que brilla en la tormenta y le diera una salida.
Una cosa era clara. Aquello no era una simple reyerta,
una pataleta del pueblo a causa de la angustia, no. Era una revolución, el fin
de un antiguo régimen decadente y opresor del que ella, por suerte o por
desgracia, formaba parte. Por sus venas corría la sangre de los Flesselles, por
matrimonio era una Blair de Boisemont, y ambos apellidos habían estado durante
generaciones al servicio de un reino que se desmoronaba y ahora le arrebataban
cualquier oportunidad de sobrevivir a la hecatombe que se avecinaba. No, no
había nada allí para ella o sus hijos…
―Debemos irnos ―dijo de pronto.
―¿A… casa…? ―preguntó Alain, sin apenas poder
pronunciar palabra.
Jacqueline negó con la cabeza, pero no dijo nada más.
Los agarró a ambos de la mano y los condujo por callejuelas hasta el que aún
era su hogar, aunque por poco tiempo.
Velmont se alarmó profundamente al verlos llegar de
esa guisa, pero Jacqueline no pronunció palabra alguna. Se limitó a ordenarle a
una sirvienta que ayudase a Céline a hacer su maleta y después pidió a su
mayordomo que la acompañara mientras curaba la herida de Alain. Mientras tanto le
narró todo lo sucedido.
―Apenas puedo creer semejante abominación ―gimió el
mayordomo, quien, a pesar de ya peinar canas, jamás había vivido una atrocidad de
tal calibre.
―Yo tampoco, Velmont, pero no puedo perder ni un
segundo en lamentaciones ―admitió ella, sacando de su interior una fortaleza
que no creía poseer.
―Madame, ¿qué…?
―Nos marchamos ―le aclaró―. Por favor, hijo, prepara
tus cosas. Solo lo indispensable ―le rogó, y un aturdido Alain asintió, sin
bríos para rechistar siquiera, como habría hecho un día cualquiera.
―¿De París? ―preguntó entonces el mayordomo.
―De Francia ―sentenció la mujer, dirigiéndose un
instante después hacia su recámara―. Nos vamos a Italia ―añadió para que no
quedase lugar a dudas―. Bien sabes que mantengo correspondencia con la que fue
mi tutora en el colegio de señoritas, madame
Agnès Delacroix. Cuando consideró que su labor en la enseñanza había dado a su
fin, se marchó a un pueblecito cercano a Turín, a la finca de su hermana y su
cuñado, el conde Roberto Ranieri, creo recordar.
―Lo sé, madame, pero… los acreedores… ―comenzó
a decir con cautela, haciéndole un suave gesto para que se apartara con la
intención de seguir ordenando él su maleta.
―Esta casa será un justo pago para saldar toda la
deuda ―decidió mientras rebuscaba en un pequeño cofre situado encima de su
cómoda. Sacó todas las joyas y las metió en su bolsa de mano, a excepción de
una gargantilla de esmeraldas que le alargó al mayordomo―. Gracias por tu
fidelidad de todos estos años ―murmuró con voz temblorosa. Toda ella temblaba,
pero su mano seguía firme, ofreciéndole aquella alhaja a Velmont como pago por
su servicio.
―No, madame ―negó él, categórico.
―Debes aceptarlo ―lo reprendió ella―. Necesitas
encontrar un nuevo hogar y mientras tanto…
―Os confundís, madame, yo ya tengo mi hogar ―recitó en tono críptico, desconcertándola―.
Mi hogar está junto a vos y vuestros hijos ―añadió el anciano―. Os aprecio
hasta el punto de consideraros mi familia ―se atrevió a decir, aunque pudiera
reprenderlo por su osadía. Sin embargo, Jacqueline sonrió halagada y con
alivio―. Sois como mi hija y ellos como mis nietos ―alegó más tranquilo al
apreciar su reacción―. No me apartéis del único cariño que he conocido en toda
mi vida. Permitidme viajar con vos ―susurró.
―Partimos en diez minutos ―le dijo ella.
―Estaré listo en cinco, y yo mismo despacharé al
servicio ―aseveró el mayordomo. Luego, cabeceó como gesto de respeto, aunque su
mirada brillante reflejaba toda la emoción contenida, y se marchó.
Faltaban cinco minutos para las siete cuando Jacqueline
cruzó de nuevo la plaza Vendôme, acompañada de Velmont y sus dos hijos. Mientras
se alejaba, giró la cabeza solo una vez, la última que contemplaría aquella
casa, esa plaza y esa ciudad que la había visto crecer, pero a la que jamás
podría volver.
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