Debo confesar que acudo a esta
entrevista con un grado de preocupación que podría considerarse más bien como
de temor o directamente canguelo: es la primera vez que un personaje de una de
mis historias me va a entrevistar. Y este personaje no podría ser otro que
Sara.
Tampoco me tranquiliza demasiado
el sitio que ella ha elegido para la entrevista, su vieja casa cerca del
puerto. Aún retumban en mi imaginación las pisadas de su vecina bajando de dos
en dos los escalones para ponerse a salvo, o el sonido apagado del timbre
cuando llamó Carlos Sánchez, o sus gemidos tumbada en el suelo de la cocina, o
ese brillar, junto a la baranda de su terraza, de un cigarrillo en la oscuridad
de una noche lluviosa.
Cuando abre la puerta vuelvo a
maravillarme por esos ojos indescriptibles que me reciben sin ningún resquemor:
el azul, el gris y el verde forman una bandera tricolor que podría guiar
cualquier revolución, cualquier amor. Los dos hoyuelos que puntean su sonrisa
en las mejillas me agradecen tibios la valentía de llegar otra vez hasta ella y
de dejarla hablar, por fin dejarla hablar.
—Hola, José Luis, me alegro mucho
de que hayas venido. Tenía una curiosidad tremenda de verte.
Sonríe como si me estuviera
invitando a un café y nada más acomodarme en una de las butacas de la salita
(exactamente en la que se había sentado Carlos Sánchez aquella tarde), me ofrece
esa taza de té. Yo prefiero un vaso de agua fresca: es lo único que puede
sacarme la voz de una garganta que se me ha secado como solo se le puede secar
a un ahorcado bajo el sol del desierto.
Una vez acomodados los dos el
silencio parece por unos segundos insoportable, pero en seguida su leve
inclinación de cabeza, otra vez su sonrisa invitándome a ser amigos, su buen
ser.
—Dime, José Luis, ¿por qué me
elegiste a mí?, ¿por qué de entre todos los personajes que pudiste inventar
para tu historia me creaste a mí?
—Sara, ¿de verdad crees que
alguien elige algo? Yo no te creé, tú existías ya en mí desde hacía mucho
tiempo, te habías ido almacenando en mi imaginación a partir de diminutos
fragmentos de otras mujeres que fui conociendo. Nada ni nadie sale de la nada,
todos tenemos un origen que nos conforma. Tu origen son esas mujeres, esos
pedacitos que se fueron pegando unos a otros hasta formarte a ti.
Sara está ahora mirándome con sus
ojos profundos, azules. Es como si quisiera ahondar con su mirada más allá de
lo que le digo, más allá de lo que soy o digo ser. Comprendo su escepticismo:
el dios creador está delante de ella diciéndole que en realidad no es nada más que
un rezurcido de otros, de otras mujeres que ni siquiera llegaron a personajes
literarios. De pronto asiente varias veces con su barbilla, con su sonrisa,
como aceptando la travesura de un adolescente.
—Ni siquiera me diste un nombre
propio, mío. También el nombre era de otras. —Junta las palmas de sus manos
sobre sus labios, como si fuera a rezar o si simplemente me perdonara, y
aquella risa de aquellos tiempos en los que aún jugaba a creer retumba en las
paredes vacías, ya sin cuadros, de la casa.
—Sara, tú eres todas las mujeres.
Eres mi idea de mujer. Mi ideal. No hay nadie que se pueda acercar a lo que tú
eres, nadie que te pueda imaginar como yo te imaginé.
—Por eso solo puedo ser un
personaje de novela —de pronto, mientras me habla, no puede dejar de sonreír,
no sé si burlona o más bien desdeñosa conmigo—, por eso ni siquiera me diste la
oportunidad de hablar ni una sola vez en toda tu historia. Ni una vez. Porque
igual también imaginabas que si hablaba desmentiría de principio a fin todo tu
relato, todo lo que tú ibas poniendo en mí a través de otros.
—Yo creo que sí te dejé hablar.
Te dejé hablar a través de tus cuadros, a través de Alejandro, de don Salvador,
de Julia, de toda la gente que estuvo cerca de ti. Si hubieras hablado tú, por
ti misma, toda la historia hubiera cambiado, tu personaje solo tendría la
fuerza de su propio testimonio, que podría ser tan parcial y subjetivo como
otro cualquiera. Reconstruyéndote a partir de los testimonios de esa gente y,
sobre todo, por lo que tú querías transmitir en tus pinturas, pude recrear una
idea total de ti, algo que calara en el lector sin necesidad de inducirlo con
ningún discurso de ningún personaje en especial. Yo quería que tú, que tu
personaje, fuera como el agua del mar al llegar a la orilla.
Al escuchar la última frase Sara
se pone a reír hasta tener que secarse las lágrimas. Yo también acabo riendo,
ningún personaje soporta que su escritor profiera una frase tan cursi como la
que yo acababa de soltar. Son gajes del oficio.
La entrevista no está siendo
fácil. Sabía que no podía serlo. De todas formas, a mi nerviosismo inicial le va
sustituyendo la curiosidad de darme cuenta de que ante mí tengo un personaje
que, aunque lo haya creado yo, de pronto muestra una madurez y autonomía
propias que ya poco tienen que ver con los rasgos con los que yo la había
caracterizado en su momento. Sara ha dejado de pertenecerme.
Le pido otro vaso de agua y ella
con un movimiento ágil se levanta y se dirije hasta la cocina. Sin pensarlo me pongo
de pie y la sigo. El movimiento de sus caderas bajo el vestido ibicenco blanco,
el suave mecerse de sus rastas rubias a cada paso, me recuerdan aquella lejana
tarde en que Alejandro la descubrió por las calles del centro.
Sara descubre mi presencia
detrás, a pocos pasos tras el fregadero, y noto como un pequeño escalofrío recorre
su espalda, sus hombros, su nuca. Sé entonces que la he imaginado bellísima,
que nunca podré borrar su rostro de mi mente, que nunca podré crear otro
personaje de mujer que de alguna forma no sea también ella.
Se vuelve lentamente, con esa
mirada triste que tanto le costaba mostrar, con los labios fruncidos y la
barbilla un tanto retadora.
—¿Por qué me hiciste daño? ¿Por
qué no me dejaste ni respirar en tu puta historia?
—Tu daño era necesario para que
la historia tuviera sentido —se lo digo muy despacio, con apenas un hilo de
voz, como aquellos niños que dicen una mentira a sabiendas de que no les van a
creer.
Ella, por supuesto, no se cree la
patraña y me vuelve a sonreír con esa generosidad que solo puede tener una
víctima.
—¿De verdad era necesario tanto
dolor para que tu historia tuviera sentido? ¿Era necesario todo ese maltrato?
—Sí. Era necesario tu dolor
porque en última instancia yo te quería mostrar como una mujer destruida por el
sistema, por el sistema de poderes que desde pequeña le impidieron a esa mujer
ser tal y como ella hubiera querido ser. Por eso Gonzalo reescribiendo tu vida,
por eso Alejandro arruinándotela, por eso todo lo que te rodeaba, tu padre, tu
familia, tu educación desde un poder patriarcal. Yo quería que tu figura
emergiera de todo eso transmitiendo una imagen de honestidad, de una ética
personal que no tuviera nada que ver con esa opresión que te había impedido ser
tú…
—Por eso el poema de Gioconda
Belli en las páginas de cortesía de la novela —me interrumpe con su voz por
primera vez adivinanza.
—Sí. Y por eso también Tassia.
Sara me acerca el vaso para que
yo lo beba casi todo de un trago. Estoy seco. Después me coge de la mano y me
lleva despacio hasta la puerta de la terraza. Salimos y nos dirigimos hasta el
mismo punto de la baranda donde aquella noche brilló un cigarrillo. La luz de
la hora mágica ilumina la terraza de través, sacando sombras de verdad a las
plantas que se encaraman sobre las jardineras. Me parece todo irreal. Sobre
todo me parece irreal que me parezca irreal algo que he creado yo mismo.
—¿Sabes, José Luis?, las cosas
que contó Alejandro en la Moleskine no fueron exactamente como él las contó —me
lo dice en un susurro, quizá para que no la oiga algún lector—. Él me quería
muchísimo, lo sé, pero yo no soy…, yo no era, perdón, como él me veía.
—Creo que nadie somos como los
demás nos ven. Eso, Sara, es otra de las cosas que yo quería mostrar en la
novela: la imposibilidad de tener lo que queremos. Alejandro se enamoró de la
persona que fue construyendo al conocerte y después se dio cuenta de que el
objeto, tú, no coincidía con el molde que él mismo había fabricado.
—Y a pesar de todo él me siguió
queriendo, nos seguimos queriendo.
El sol se refleja en sus ojos y
el recuerdo de su mirada perdida en el horizonte de una playa me hace estar
orgulloso de mi personaje. Creo que por primera vez estoy convencido de que
conseguí dotarla de aquella integridad moral que solo alcanzan las personas que
son capaces de sobrevivir al sufrimiento.
Sara me acaricia la mejilla como
si alguno de los dos fuéramos reales. Nuestra entrevista ha terminado o
simplemente acaba de comenzar, no lo sé. Me pide que salga por la finca de al
lado, no sea que me vaya a ver la vecina. Me sonríe. Sé que me perdona por el
dolor, que comprende que era necesario para contar la historia, que entiende
que los personajes tampoco pueden llegar y poner el relato patas arriba, que ya
bastantes destrozos causa el que lo escribe…
Bajo los escalones intentando no
ver su cara mirando el mar. Salgo a la calle y el fresco de la tarde me vuelve
a abrigar. Intento no hacer ninguna frase cursi, no sea que ella la lea, o la
sueñe. Me voy alejando. Empiezo a buscar algún personaje nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.