Un capitán, tras perderse en las montañas, siente nostalgia por su infancia en la provincia y por su vida en la ciudad. Su criado conoce a un cura, quien les ofrece hospedaje en el pueblo donde vive.
Nacido en el seno de una familia indígena, Ignacio Manuel Altamirano cumplió sus catorce años sin hablar todavía castellano, lengua de la cultura oficial, y por lo tanto, sin saber leer ni escribir; inició precisamente por aquel entonces un proceso de alfabetización que sorprende por su rapidez y consiguió, en 1849, una beca para estudiar en el Instituto Literario de Toluca, donde impartía sus enseñanzas Ignacio Ramírez el Nigromante, un intelectual mulato y librepensador (futuro ministro con Porfirio Díaz) cuyo interés por la juventud indígena lo convirtió en mentor y amigo de Altamirano.
La influencia de su maestro prendió rápidamente en el joven, que pronto iba a dar pruebas del doble amor (por sus raíces indígenas y por una cultura que bebe en las ardientes fuentes del romanticismo europeo) que había de dirigir y determinar las opciones más relevantes de su vida.
Estudiante de derecho en el Colegio de San Juan de Letrán, Altamirano se lanzó a la palestra política: se alineó con los revolucionarios de Ayutla, combatió a los conservadores en la guerra de Reforma (1858-1860), y más tarde, tras ponerse decididamente al lado de los seguidores de Benito Juárez, fue elegido en 1861 diputado al Congreso de la Unión, donde exigió que se castigase al enemigo; enarboló el estandarte de la patria libre y, en 1863, luchó contra el imperio de Maximiliano y la invasión francesa, alcanzando, en 1865, el grado de coronel por su participación en las batallas de Tierra Blanca, Cuernavaca y Querétaro.
En 1867, restablecida ya la República, consagró por fin su vida a la enseñanza, la literatura y el servicio público, en el que desempeñó muy distintas funciones como magistrado, presidente de la Suprema Corte de Justicia, oficial mayor en el Ministerio de Fomento y cónsul en Barcelona (1889) y París (1890).
Altamirano fundó, junto a su maestro Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto, El Correo de México, publicación que le sirvió para exponer y defender su ideario romántico y liberal; dos años más tarde, en 1869, apareció gracias a sus desvelos la revista El Renacimiento, que se convirtió en el núcleo que agrupaba y articulaba los más destacados literatos e intelectuales de la época con el común objetivo de renovar las letras nacionales.
Ese deseo de renacimiento literario y el encendido nacionalismo, que tan bien se adaptaba a sus ardores románticos, desembocarían en la publicación de sus Rimas (1871), en cuyas páginas las descripciones del paisaje patrio le sirven de instrumento en su búsqueda de una lírica genuinamente mexicana. Antes, en 1868, había publicado Clemencia, considerada por los estudiosos como la primera novela mexicana moderna, teniendo una destacada intervención en las Veladas Literarias que tanta importancia tuvieron en la historia de la literatura mexicana.
En la última fase de su vida inició una serie de viajes que le llevaron a ocupar los consulados mexicanos de las ciudades europeas de Barcelona y París y a realizar un postrer periplo por Italia, país del que no regresaría nunca: falleció el 13 de febrero de 1893 en San Remo. Atendiendo a su voluntad, y tras ser incinerados, sus restos fueron trasladados a México y depositados en la Rotonda de los Hombres Ilustres.
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